5 de Menajem Av - Yortzait del Ari z"l - Rab Itzjak Luria
Una comunidad judía lejana de Tzfat se encontró cierta vez en grave peligro. Siempre había sufrido bajo las manos de su gobernante despótico y antisemita, pero ahora había emitido un decreto en todo su reino exigiendo que los judíos pagaran una enorme suma de dinero en un plazo de tres meses o sufrirían el destierro.
Los judíos estaban devastados. ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo podrían recaudar aquella suma astronómica? "¡Incluso si vendiéramos todas nuestras posesiones, no podríamos reunir esa suma!" se dijeron unos a otros con desesperación. El gobernante era insensible y no estaba dispuesto a ceder ni un centavo. ¿De dónde saldrá la ayuda?
Siguiendo la tradición milenaria, todos se convocaron en los Shuls -hombres, mujeres y niños- para hacer Tefilá. Tocaron el Shofar, dijeron Selijot y lloraron con la esperanza de que Hashem el Todopoderoso viera su difícil situación y tuviera misericordia de ellos. Enviaron una pequeña delegación de mensajeros dignos a comunidades judías de diversas partes, de cerca y de lejos, para instarlas a que recen también. Los mensajeros viajaron día y noche sin descanso, sabiendo muy bien el peligro que enfrentaban ellos y su pueblo.
Un viernes por la tarde llegaron a Tzfat, cansados y desgastados por el viaje. Antes de hacer los preparativos para el Shabat entrante, corrieron a la casa del 'Ari Hakadosh ' y le contaron la calamidad inminente que amenazaba a su comunidad. Rab Itzjak Luria era famoso como un hombre santo y hacedor de milagros, por lo que sabían que él era la persona a quien acudir.
Cuando llegaron a su casa, lo encontraron vestido de Shabat con una amplia túnica blanca. Parecía un ángel celestial. Sus discípulos ya se reunieron a su alrededor, preparados para salir al campo, como de costumbre, al encuentro de Shabat Hamalká. Pero una mirada a los polvorientos y agitados viajeros demostró que estaban allí por asuntos urgentes. El Ari se sentó con ellos y les prestó toda su atención.
Llorando y sin aliento, contaron su penosa historia. El Arí los tranquilizó diciendo: "No teman. La salvación de Di-s llega en un abrir y cerrar de ojos. Serán mis invitados este Shabat. Vayan ahora y prepárense; olviden vuestras preocupaciones y prepárense para recibir a Shabat Hamalká, porque ya es tarde. No estén tristes. El Shabat no es tiempo para eso. Relájense y confíen en Él, porque verán que cuando termine el Shabat, la salvación ya estará dispuesta."
Los mensajeros rápidamente se prepararon para el santo día. Pasaron el Shabat con el Ari y se dieron cuenta de que todo lo que habían oído acerca de este hombre santo era verdad. Nunca en sus vidas habían experimentado un día santo de descanso tan exaltado y maravilloso.
Después de Havdalá, el Ari se volvió hacia sus invitados y los invitó a ir con él. También les dijo a varios de sus discípulos que tomaran algunas cuerdas y sogas fuertes y vinieran también.
El Ari fue primero. El camino estaba débilmente iluminado por las estrellas parpadeantes. Nadie sabía adónde iban pero siguieron con confianza al maestro. El grupo procedió así durante mucho tiempo, sin pronunciar una sílaba, hasta que el Arí se detuvo. El Ari señaló un lugar frente suyo. Entrecerrando los ojos, los hombres pudieron distinguir un pozo profundo.
"Desenrollen las cuerdas y bájenlas al pozo", ordenó el Arí. Los talmidim hicieron lo que se les dijo. Cuando sólo quedaron las puntas en sus manos, el Arí les ordenó tirar. Comenzaron a tirar de las cuerdas hacia arriba, pero sintieron, de inmediato, que las cuerdas se habían enganchado en algo. Tiraron y tiraron mientras el Ari estaba de pie junto a ellos, instándolos a seguir adelante. Tiraron con todas sus fuerzas.
Finalmente el objeto apareció a la vista. Habían extraído una magnífica cama de caoba con dosel y cuatro postes. Y en él yacía una figura, todavía profundamente dormida. Su vestimenta y su apariencia indicaban que era un hombre poderoso.
El Ari se acercó a la cama y comenzó a sacudir violentamente a aquella persona dormida, despertándolo. El hombre miró a su alrededor, perturbado.
El Ari se dirigió a él enojado: "¿Sigues obstinadamente decidido a desterrar a los judíos de tu país?"
El hombre lo miró con arrogancia y dijo: "¡Sí!". Los mensajeros enseguida lo reconocieron como su gobernante.
"Muy bien", dijo el Arí, "entonces debes sacar toda el agua de este pozo con esto antes de la mañana". Y le entregó un balde al que le faltaba fondo.
El rey miró el balde incrédulo. "¿Cómo puedo hacer eso?" preguntó. "¡Aunque viviera mil años, no podría sacar ni una sola gota de agua con eso!"
El Ari lo ignoró. "Ponte a trabajar, o si no..." El monarca quedó antes estas palabras como aterrorizado y suplicó clemencia.
"¿Cómo esperas que te tenga compasión cuando tú mismo eres un desalmado? El decreto que promulgaste contra los judíos de tu tierra es tan imposible como esta tarea. ¡No tienen los medios para recaudar una suma de dinero tan absurda! Si no accedes a abolir tu decreto, este mismo pozo será tu tumba!" — le gritó el Arí.
El rey tembló incontrolablemente. Sus dientes castañeteaban de miedo; balbuceó una promesa de anular el decreto contra los judíos de su tierra. Entonces el Ari sacó un documento, ya escrito, y lo leyó en voz alta: "Por la presente afirmo que he recibido la suma impuesta a los judíos de mi región y que dicha suma ha sido depositada en el tesoro real. Por lo tanto, el decreto queda nulo y sin efecto."
El rey asintió y con mano temblorosa firmó su nombre al pie del documento y se lo devolvió al Ari. El Ari lo enrolló y se lo dio a los mensajeros que estaban allí, sin poder creer lo que veían. El Arí se volvió hacia sus discípulos y les dijo que bajaran la cama al pozo.
A la mañana siguiente, cuando el rey se despertó, se encontró en su propia cama, en su propia alcoba del palacio. Le dolía la cabeza y sentía todo su cuerpo pesado. "Qué sueño más extraño tuve anoche", murmuró. "Qué personajes tan extraños imaginé. Debí haberme agitado mucho porque siento como si hubiese recorrido una enorme distancia. ¡Y cómo me da vueltas la cabeza!"
El ultimátum de tres meses llegó a su fin, pero el rey ya se había olvidado de su extraño sueño. Alegremente, comenzó a hacer planes respecto a cómo iría a gastar el dinero o, como parecía probable, deshacerse de los odiados judíos.
Él sonrió. De todos modos, ganaría mucha riqueza ya sea que pagaran la multa o no. Porque al desterrarlos confiscaría todas sus propiedades.
Se felicitaba a sí mismo por su brillante plan.
El día señalado, se sentó en su palacio, esperando con impaciencia la llegada de los representantes judíos. Esperó, pero en vano; no aparecieron. Molesto, envió a sus soldados al jefe de la comunidad judía, exigiéndoles que se presentaran antes de la puesta del sol, o los desterraría a todos de sus fronteras.
Los mensajeros que habían sido enviados a Tzfat fueron ante el gobernador, se inclinaron ante él y dijeron: "Su Majestad, que su reino florezca, ya hemos pagado la suma. Aquí está el documento que usted mismo firmó. No debemos nada. No hay razón para hablar de destierro."
Desplegaron el pergamino que llevaba la firma del rey y se lo mostraron. Cuando el rey miró el documento, de repente se desveló como una capa que cubría su memoria.
Revivió los acontecimientos de aquella noche llena de terror. ¡Entonces no había sido sólo una pesadilla! Quién sabe qué más pretendía hacerle aquel poderoso rabino. Si aquel judío fue lo suficientemente poderoso como para transportarlo, en su cama, en medio de la noche, ¡estaba completamente a su merced! Con labios temblorosos, el rey reconoció que, efectivamente, había recibido la suma completa y que el edicto ya no estaba en vigor.
A partir de ese momento, tuvo mucho cuidado con los judíos de sus tierras. Incluso emitió un nuevo decreto proclamando que el pueblo judío era su súbdito protegido y quienquiera que los dañara de cualquier manera sería severamente castigado.
Se dice que después de que el monarca supo la identidad del santo rabino que se lo había llevado en medio de la noche, siempre rogó a los judíos de su tierra que lo mencionaran ante el Arí y le pidieran una bendición. Y al pronunciar su nombre, sacudía la cabeza con incredulidad y murmuraba: "No puede ser un ser mortal. ¡Seguramente es un ángel viviente!"
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Fuente: "The Arizal - The Life and Times of Rabbi Yitzchak Luria" by Nechamiah Piontac (Mesorah)
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